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Hace algo así como una semana, Kristýna y yo esperábamos al tranvía 14, iniciando así una merecida retirada nocturna tras un largo día de trabajo.

Recuerdo que en la parada del tranvía, la empresa de publicidad encargada de bombardear a todos con sus propuestas comerciales, había colgado un cartel que decía «Je suis Charlie».  Mientras reflexionaba sobre si la empresa de publicidad habría renunciado a parte de sus beneficios, colgando gratuitamente ese cartel o, por el contrario, se había embolsado un dineral empapelando todos las paradas de tranvía de Praga, el número 14 llegó, como casi siempre, puntual.

Podríamos haber elegido hacer el trayecto de pie, en la parte final del vagón (el ventanal trasero del tranvia ofrece una vista como de ojo de pez que nos encanta) pero por alguna razón decidimos sentarnos junto a la puerta central, lo cual nos permitió colocarnos en la zona opuesta a la que había elegido una pareja que, desde nuestra llegada, captó nuestra atención.

Ambos podían tener entre 70 y 75 años. Ella vestía un abrigo bastante clásico y una boina de lana granate que dejaba caer sobre una de sus orejas. Unas gafas de marco metálico y lentes un tanto gruesos agrandaban un poco sus ojos. Él, por el contrario, había elegido uno de esos atuendos tan típicos en personas de cierta edad y que parecen haber sido sacados de una cápsula de tiempo llena de prendas de los años setenta u ochenta: un gorro de pesca de tela vaquera al ácido dejaba entrever unos mechones de pelo de un blanco níveo, mientras que una gabardina de color beige con imposible cinturón de enorme hebilla le intentaba proteger, dudosamente, del punzante frío de enero. Sus pantalones vaqueros estaban hechos de una tela de la que ya no se fabrica, y sus zapatos-sandalia cubrían unos pies enfundados en calcetines blancos, de los de franja azul y roja en lo alto pero que, habiendo perdido toda elasticidad, yacían abrazados a la altura de sus tobillos, como rosquillas de tela.

Al margen de su atuendo (especialmente el de él), la pareja destacaba por algo muy significativo: al contrario que la mayoría de los pasajeros en el transporte público de Praga, que se caracterizan por la eterna seriedad de gesto (aún en los días más soleados y calurosos de verano, cuando sería de suponer que el clima dulcifica hasta al más amargado), tanto él como ella se deshacían en arrumacos. Quizás de una manera bastante cursi y anticuada, pero muy tierna, él le daba pellizcos a ella en los mofletes, mientras ella se sonrojaba como una adolescente y contraatacaba con caricias y besos en la mejilla de él. Su conversación giraba, a la vez, en torno a cómo preparar el mejor codillo de cerdo y sus correspondientes acompañamientos, y mientras continuaban debatiendo sobre otras exquisiteces de la gastronomía checa, a la vez que el espríritu se les inflamaba y la boca se les hacía agua, ella reparó en que Kristýna y yo les mirábamos.

Instantáneamente pretendimos no haber estado observándoles, y comenzamos a hablar intentando hacer ver que nuestra conversación nos ocupaba lo suficiente como para no tener que andar pendientes de ellos.

Lo curioso fue que, al llegar a su parada de destino, anterior a la nuestra, al pasar por delante de nostros de camino a la puerta, ella se paró unos segundos a hablar con nosotros, sonriendo como pocas veces se ve a alguien hacerlo en un tranvía. En el poco tiempo del que dispuso, nos vino a decir que hacíamos muy buena pareja. Si el sonido de alarma del cierre de puertas y su acompañante, que desde fuera le hacía gestos para que se apresurase a bajar, no le hubieran interrumpido, estoy seguro de que ella se habría quedado conversando con nostros, pero al final se tuvo que rendir y apearse apresuradamente del vagón.

Desde entonces me los he imaginado, quizás por la desfasada vestimenta de él, comenzando su relación allá por los años 70, durante el verano más soleado y caluroso de aquella década. Uno de aquellos veranos en los que las calles de Praga, surcadas por tranvías como en el que nos encontramos los cuatro cuarenta años después, eran transitadas por personas vestidas con prendas sintéticas y estampados florales, con terrazas llenas de turistas del Bloque del Este y algunos pocos occidentales. Ella seguramente trabajaba en una oficina de alguna universidad, mientras que él se pasaba los días en una empresa de ingeniería estatal, proyectando carreteras… Me los imagino a los dos yendo en un Škoda de la época, de un tono marrón o azul de esos que ya no existen en la paleta de colores utilizada hoy en día por los fabricantes de coches, de camino a las montañas, a pasar el fin de semana tras una agotadora semana de trabajo en pleno mes de agosto, cuando Praga está desierta de escolares.

No es difícil imaginarse a la pareja sentada a una mesa, haciendo manitas y sorbiendo su cerveza (él) y su vino blanco de Moravia (ella) en un chiringuito junto a un río, en una zona en la que ruidosos bañistas se lanzan al agua, mientras sus madres y maridos juegan a las cartas sobre sus toallas y los más pequeños engullen helados. Mientras tanto, desde el interior de uno de esos coches color pastel con las puertas abiertas, un tipo con sombrero de paja, camisa de manga corta (desabotonada completamente) y bañador de color beige contamina el lugar con el atronador sonido de la radio, en la que suena alguna horterada veraniega interpretada por el previsible Karel Gott.

No me puedo imaginar si la pareja, ya por aquel entonces, se prodigaba tanto en caricias como la semana pasada, y si lo ha seguido haciendo de esa manera desde entonces, a pesar de todo lo acontecido y del cambio de los tiempos, pero si es así, les ha durado lo suficiente como para no dejar de sorprender, teniendo en cuenta la poca paciencia que le echa la gente a una relación hoy en día.

Aunque claro: ahora que lo pienso, existe la posibilidad de que lo que Kristýna y yo les vimos compartir en el tranvía la semana pasada no empezase hace cuarenta años sino, precisamente, la semana pasada.

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